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Miquel Silvestre, el hombre que entró dos veces en Alaska antes de que se pusiera el sol

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La llegada a Alaska de Miquel Silvestre implica para el escritor y aventurero el final de la Ruta de los Exploradores Olvidados y de la vuelta al mundo que lleva realizando desde el pasado mes de septiembre.

Alaska es algo más que un Estado de la Unión. Es un mito. Es la última frontera. Es la fiebre del oro, el oleoducto del Ártico, el destino más alejado de los buscadores de sueños y de libertad, la tumba del idealista muchacho de Into the Wild (Hacia tierras salvajes) y también un paraje extremo sometido a oscuridad casi perpetua y durísimos fríos polares. Y además de todo eso, para mí significa el final de la Ruta de los Exploradores Olvidados y de la vuelta al mundo en moto que estoy realizando desde hace casi un año. Y es que en Alaska está Valdez, la ciudad fundada en el siglo XVIII por el catalán Salvador Fidalgo, y el topónimo en español más septentrional del Planeta Tierra.

Existen dos vías para llegar por carretera. La popular Alaska Highway y la Cassiar Highway. Prefiero esta última. Más estrecha, larga y solitaria, circula entre valles interminables y rodea inmensas cordilleras nevadas. Los paisajes que me rodean son tan mayestáticos que a veces me resulta difícil concentrarme en la conducción. Viajo solo durante muchísimos kilómetros y disfruto enormemente del placer de dejarme llevar por el imán del horizonte. Inmerso durante tantos meses en el infierno circulatorio de África, India y Asia, esta desolación se me antoja como el más perfecto paraíso.

Avanzo rápido hasta el cruce con la 37 A, carretera que lleva al glaciar de Stewart. Es fascinante ver esas lenguas de hielo descender por la roca. Esta agua helada tiene miles de años. Cuando llego a Stewart sigo la indicación de Alaska y llego casi de inmediato a Hyder. No hay nadie en la frontera. Ningún funcionario estadounidense me pide el pasaporte, así que cruzo libremente. Hago las fotos en el cartel, compro la pegatina de Alaska y mando la foto a mi perfil de Facebook para que la disfruten los miles de amigos que siguen esta aventura.

Cuando termino el ritual me dirijo de nuevo a Canadá. Desde Hyder no se puede ir a ningún otro sitio. Los apenas cien habitantes del pueblo situado en el comienzo del Canal de Portland están en un culo de saco. No hay vía de comunicación alguna con el resto de Estados Unidos. Pero la aldea es célebre porque es el modo más rápido de llegar a Alaska por carretera. En 1998 devino destino popular entre los motociclistas americanos después de que Ron Ayres estableciera un récord para los Iron Butt (culos de acero o motoristas capaces de rodar mil millas en 24 horas) al unir los 49 Estados en siete días.

De Hyde decido ir a Bell 2. Está a más de 150 kilómetros, pero es el único lugar con alojamiento. Estoy cansado, pero los días son eternos y el sol no quiere ponerse nunca. Sigo adelante. Cuando llego veo que es un complejo de lujosas cabinas de madera para skiadores forrados. Los llevan en helicóptero. Eso justificaría el precio de 180 dólares por la cabina. Es carísimo. Prefiero instalar mi tienda de campaña por 20.

En el mismo día paso de la lluvia al cielo despejado varias veces. Ante mí se extienden unos escenarios grandiosos, infinitos. Es el mejor culmen que podía tener la REO, es como un gran premio a la constancia y al sufrimiento. Verme aquí, en mitad de estas carreteras desiertas que llevan a lagos inmensos, atraviesan bosques milenarios o rodean peñas gigantescas me llena de una emoción intensa que a ratos se desborda y grito dentro de mi casco para que no reviente mi pecho. Pienso en todos los que me han ayudado, en la gente que debería ver esto conmigo, en los buenos momentos, las experiencias únicas, los recodos del camino que quedarán para siempre en el recuerdo.

Está siendo grande, bello pero también duro. Los kilómetros no se terminan. Y es una recta, y otra, y otra. Y lluvia, y viento, y sol, y lluvia, viento y sol otra vez. Esto es una proeza motorista. Cuando al fin alcanzo el cruce con la Alaska Highway cerca de Watson Lake estoy molido, pero todavía quedan muchas horas de luz. Llevo encima unos 800 kilómetros de lluvia y sol intermitentes, y aún me quedan más de doscientos hasta Whitehorse.

Entro en Yukón. La ruta va ahora hacia el oeste. Ya no tengo humor, ni ganas, ni me divierto ni me parece un gran colofón a mi ruta ni pienso en todos los buenos momentos del camino recorrido. Sólo pienso en llegar. Mi cerebro está concentrado en soportar el esfuerzo. No me duele nada. No siento. No padezco. No soy yo. Sólo soy un bloque de carne pegado a una moto. Sólo soy obstinación y resistencia. Hasta que lo veo. Entonces no queda más remedio que parar de tan asombroso como resulta. Es el sol. Se está poniendo. Por fin, un ocaso. Mi primer crepúsculo en Yukón. Será el único que vea en mucho tiempo.

Whitehorse es la capital del Yukón pero parece un villorrio desangelado y triste junto al gran río. Todos los hoteles están llenos. Es parada obligatoria para todos los motoristas, conductores de autocaravanas y camioneros. Voy al camping municipal. Me quedo un rato bebiendo cerveza delante de mi mínimo campamento y de pronto desaparece el cansancio y siento un enorme bienestar. De pronto soy consciente de lo lejos que estoy, de lo lejos que he llegado, de que estoy muy cerca de Valdez y de que mucha gente ha venido conmigo.

Dejo Whitehorse al amanecer y encuentro la Alaska Highway convertida en patatal. Muchos tramos en obras y cubiertos de grava. El invierno destruye el asfalto. Los 400 kilómetros hasta la frontera se me hacen eternos. Cada vez hay menos gasolineras. En las que hay el precio es disparatado y la venta de merchandising I survived Alaska Highway una constante. Al final llego a la línea divisoria de la frontera de Alcan. Una cola de cuatro autocaravanas y un solo policía de ojos azules llamado Albanese. Cuando mira mi pasaporte me habla en español. Ha estado destinado en El Paso y está casado con una mejicana de Ciudad Juarez.

Alaska me recibe con un inmenso lago y un oso hambriento recién salido de su hibernación. Mientras lo fotografío a pie de moto, creo que él piensa en que tal vez este intruso pudiera ser un buen tentempié. Quizá yo debería sentir miedo ante semejante proximidad, pero he aprendido a no temblar después de tantos años viajando en solitario. En realidad, mirando este sol omnipresente, pienso en lo maravilloso que sería poder celebrar con un ocaso esta nueva meta conseguida.

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