El pasado agosto, circulaba tranquilamente con mi moto por la Gran Vía madrileña. Era domingo, el reloj marcaba las 11:00 de la mañana y el día, hasta ese momento, era muy agradable. Todo iba bien hasta que…
Bajaba, como digo, por la mentada calle madrileña en dirección a la de Alcalá, cuando, al llegar a la altura de Clavel (la siguiente a Montera), el semáforo cambió de verde a ámbar. No iba muy rápido. Mi maxiescúter último modelo de gran cilindrada, puede correr mucho, pero yo circulaba a velocidad legal, disfrutando del fresquito veraniego matinal, del magnífico vehículo que conducía y del poco tráfico que había, fijándome en todo lo que veía en busca de rincones en los que fotografiar mi estupenda moto. Así que frené, pues, además, en esa intersección, hay una cámara (que detecté luego, ya en el suelo) artilugio que, supongo, debe estar para dejar constancia de los ‘daltónicos’ que no ‘ven’ el rojo (y no sé si también de los que no distinguen el naranja). Lo cierto es que el dispositivo de colores se puso en ámbar y yo, que andaba a mi aire, detuve de inmediato mi precioso escúter blanco deportivo sin mirar el retrovisor, tal era mí confianza hasta ese momento. Y allí cambió mi vida, o al menos el día (y los siguientes) tan maravilloso que estaba gozando.
De repente, detenido en línea con el semáforo, que lucía el rojo en todo su esplendor, teniendo los dos pies bien apoyados en el suelo, de repente, digo, décimas después de estar parado, sentí un inmenso golpe y la primera sensación fue que mi cabeza se iba hacia atrás con inusitada violencia, como si me la arrancaran. Súbitamente, me vi sobre el duro asfalto de la hermosa Gran Vía y mi incólume y espléndido (hasta ese instante) maxiescúter, dejó de serlo en cuestión de segundos por obra y (des)gracia de un taxista. Me incorporé de inmediato y en seguida me percaté de que los dioses se habían apiadado de mí. Es cierto que mi suerte fue que llevaba puesta una ‘chupa’ motera (BMW, por cierto, al igual que el casco. ¡Qué vital es ir bien equipado en moto!, aún en verano, cuando el calor nos tienta a vestir malamente para conducir un vehículo de dos ruedas). Pero mi mayor fortuna fue que el taxista, en el último momento, pegó un volantazo, dándome de refilón, maniobra que me salvó de males mayores.
Me levanté enseguida, como he dicho antes, y vi el panorama: la moto en un lado de la calzada, yo a unos metros de ella palpándome el cuerpo, el Toyota blanco con la raya roja en las puertas delanteras detenido pasado el semáforo y la peña aglomerada en la acera mirando y, lo que es peor, ¡grabando la escena con sus móviles! Y entonces fui testigo de algo que me indignó. Esa gente prefería plasmar lo sucedido en los dispositivos de imágenes basura que ayudar a un semejante que acababa de sufrir un accidente. ¡Nadie vino a socorrerme! ¡Nadie bajó de la acera para preguntar por mi estado! ¡Nadie se acercó para ayudarme a levantar la moto y subirla a la acera! ¡Nadie, absolutamente nadie movió un dedo por este motero!, y sí lo hicieron en cambio para filmar lo que me había sucedido. Les motivaba más comportarse de forma miserable que hacerlo con humanidad, civismo y solidaridad. Creo que el golpe moral ante lo que observé fue más duro que el físico.
Llamé al 112 y mientras esperaba su llegada, hice fotos del desastre (que no publico porque no hay peor imagen que una moto en el suelo, pues invita al más desagradable de los pensamientos). Así, antes de levantar la moto, fotografié cómo estaba, los desperfectos, los del taxi y del lugar, con un plano general de lo sucedido, ya que las imágenes pueden ser determinantes en caso de desavenencia o discrepancias entre las partes.
El Samur se presentó en tiempo récord (antes que la Policía Municipal) y no una ambulancia, sino dos. Reconociéndome de forma profesional y amablemente, redactando el primer informe (el segundo fue en urgencias del hospital al que acudí al día siguiente, pues empezó a dolerme el cuello como si me lo hubiera retorcido el mismísimo Jean Claude Van Damme).
Fue el taxista el que vino a socorrerme y debo decir que, a pesar de joderme el día (y la moto), tuve doble suerte con el joven. La primera, que, al verme detenido, giró el volante en el último momento y el alcance por detrás no fue de lleno, como he contado. La segunda ventura fue la de toparme con él, un tipo honesto, ya que reconoció haberse saltado el semáforo en rojo en el parte amistoso que firmó sin oposición alguna. Eso facilitó el acuerdo entre ambas compañías de seguros (por cierto, chapeau por Allianz, la aseguradora de mi moto), asumiendo la compañía contraria el arreglo de mi escúter y la recuperación física del aquí herido (entonces, ahora ya -casi- sanado, pues sigo con molestias en las cervicales, que, según los galenos, ya no me abandonarán, recuerdo imborrable de una mañana de verano).
¿Debemos respetar el ámbar de los semáforos deteniendo nuestro vehículo?
Pero si describo lo sucedido de un accidente de moto que pudo ser grave y que, gracias a mi ángel de la guarda, no lo fue tanto, es para situar al lector y llegar a esta pregunta: ¿Qué hubiera pasado de haberme saltado el semáforo en ámbar? Yo frené al verlo y el taxista hizo todo lo contrario, acelerar para superarlo (que tampoco lo hubiera conseguido aunque yo no hubiera estado delante). Contestando a mi pregunta, lo que hubiera ocurrido de haber pasado el dispositivo lumínico en ámbar es que no me habrían jodido (perdón de nuevo) la mañana y, a lo mejor (en el peor de los casos), la vida. ¿Debemos frenar o acelerar cuando el semáforo enciende la luz intermedia? Pues, depende. Si actuamos con reflejos, hay que mirar primero por el retrovisor (yo no lo hice porque circulaba completamente solo, no había coches y me confié) y si vemos que el de atrás lleva la distancia de seguridad, detenernos, por supuesto. Pero si, por el contrario, el que nos sigue nos pisa los talones y por delante no hay obstáculo alguno, hay que acelerar y pasar el semáforo, porque esa acción, la de cruzar en ámbar, que en muchos casos te puede costar la consiguiente denuncia (dependiendo de la regulación de la cámara que controle), puede salvar tu integridad. Yo, de haberlo hecho, no tendría este dolor en el cuello que me recuerda que no me tenía que haber detenido.
José Mª Alegre
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